Enterré la fe
bajo una fría losa de soledad,
allá donde la hierba
no crece en los bosques,
porque hasta la verdad es cuestionada
con argumentos de relatividad.
Escondí la cabeza bajo el ala,
maldije mil veces al día,
la insolencia de un mal día,
aquel que jamás
me supo a poesía.
Procuro no saltarme las reglas;
pero tampoco evito incumplirlas,
cuando alguna de ellas conmigo
en mi camino se tropieza.
No confieso mis pecados
ante el altar maldito de nadie,
ya no.
La vida me hizo tanto daño
que por no sentir no siento,
ni siquiera lo que se siente al sentir
esto tan adentro que siento.
Yo también quise parar el mundo
y bajarme en el primer andén.
Quise dar media vuelta
para no enfrentarme
con los fantasmas del destino.
Quise enfrentarme al crepúsculo.
Osé embaucar a un arco iris,
al que le sobraban tonalidades
y le faltaba intensidad.
Ya no, ya no creo en casi nada,
el cristal de bohemia de mi corazón
saltó en mil pedazos
haciéndose añicos.
Donde estaban entonces
todas y cada una
de mis inciertas creencias...
Hoy me senté de nuevo
ante la soledad de mi conciencia,
haciendo memoria cercana
del pasado presente
que se cuela cada noche entre el hueco
dejado entre mi alma y la almohada.
No me resigno,
y aún camino, vivo,
miro y sonrío.
Esta intrincada nostalgia
parece haberse convertido
en una segunda epidermis,
que sin pedir permiso
me grita al oído silencios de amor.
No, ya no, ya no sé lo que siento
y aunque de puertas para fuera
todo parezca que nunca cambió,
los cuentos de hadas se esfumaron
y la buena magia fue desapareciendo,
dejando pasa a los malos trucos de adviento.
Ya no pregunto, ahora acepto.
Ya no divago, ahora escribo.
Ya no sueño,
tan solo intento conciliarlo.
Apenas duermo,
y sigo como siempre
diciendo que casi nunca miento.
No hinco mi rodilla ante nadie,
y quizá no me gane el cielo;
pero es que a estas alturas,
tampoco creo que lo quiera...
supongo... que ya no...