Te debo la vida de mis días.
Te debo un sol de primavera,
en medio de una madrugada
que a sol de estío me supiera.
Te debo la melancolía de mis horas más muertas
y como no, el envés de mis mejores poemas
donde yacen escritas
las palabras y letras más bellas.
Te debo el solsticio
de un eterno día de otoño,
mientras con calma y paciencia,
escribo lo que callo y otorgo.
Te debo la picardía que escondo
y a raudales derrocho,
cuando con alguna
que otra copa de más me coloco.
Te debo la lírica de Orfeo
y el ojo con el que menos veo.
Te debo la luna
y el rescoldo de mi columna.
Te debo un verso espléndido
y la eternidad de todas mis estrofas,
las que hablan de pena
y las que dicen cosas hermosas.
Te debo la cultura de un Harakiri,
porque no hay gesto más valiente
que otorgar tu vida,
por lo que uno admira y siente.
Te debo el lecho de mi cama
y la almohada de látex,
que no calma nada
la voluntad de mis palabras.
Te debo un trozo de mi alma,
de mi corazón,
no puedo ofrecerte
ni un pedacito de su nada.
Pues en su interior
entre aurícula y ventrículo
albergo un tesoro demasiado bello
para hacer promesas que no sea capaz de cumplir:
¡Pues yo casi nunca miento!
Te debo un día
en aquel calendario que nunca cuenta los meses,
porta una memoria que no se lo permite
y siempre que lo intenta
pierde la batalla,
ya que su recuerdo no lo admite
y se desvanece ante las pupilas,
de aquella pobre niña humilde
que un día quiso hacerse poeta
y jamás, por mucho que se empeñe,
conseguirá llegar a la meta.
Te debo el resurgir de Pigmalión
y la metamorfosis de Galatea.
Te debo la hojarasca
de mi propia penitencia
y el color multiracial de las alas de las mariposas
que se posan sobre mi conciencia.
Te debo el mejor retrato de Dorian
y el verdadero rostro de Shakespeare
grabado sobre un lienzo,
si es que alguna vez los expertos
logran ponerse de acuerdo,
de quien fue de veras ese genio.
Te debo una cerveza
en la tasca más infernal
del paraíso más perverso
aquel, donde solo acudimos
los que encontramos el secreto
que oculto yace en las entrañas
de nuestro esqueleto.
Te debo mis ruinas romanas
y el Panteón de las pasiones más humanas.
Te debo un pincel
con el que esgrimir tu color gris.
Te debo la calle
que llega directa a la luna,
aquella que adorna sus esquinas
con farolas de las que cuelgan
estrellas y sombras.
Te debo lo que soy y lo que tengo.
Te debo un instante, un momento...
Te debo, por tanto,
casi toda la vida que arrendé
y de la que me devolvieron
un contrato a fin de obras.
Te debo tanto,
que no se cuando podré devolverte
todo lo que me has dado,
habiendo quedado contigo
a solas tantos momentos.
Te debo un sol de primavera,
en medio de una madrugada
que a sol de estío me supiera.
Te debo la melancolía de mis horas más muertas
y como no, el envés de mis mejores poemas
donde yacen escritas
las palabras y letras más bellas.
Te debo el solsticio
de un eterno día de otoño,
mientras con calma y paciencia,
escribo lo que callo y otorgo.
Te debo la picardía que escondo
y a raudales derrocho,
cuando con alguna
que otra copa de más me coloco.
Te debo la lírica de Orfeo
y el ojo con el que menos veo.
Te debo la luna
y el rescoldo de mi columna.
Te debo un verso espléndido
y la eternidad de todas mis estrofas,
las que hablan de pena
y las que dicen cosas hermosas.
Te debo la cultura de un Harakiri,
porque no hay gesto más valiente
que otorgar tu vida,
por lo que uno admira y siente.
Te debo el lecho de mi cama
y la almohada de látex,
que no calma nada
la voluntad de mis palabras.
Te debo un trozo de mi alma,
de mi corazón,
no puedo ofrecerte
ni un pedacito de su nada.
Pues en su interior
entre aurícula y ventrículo
albergo un tesoro demasiado bello
para hacer promesas que no sea capaz de cumplir:
¡Pues yo casi nunca miento!
Te debo un día
en aquel calendario que nunca cuenta los meses,
porta una memoria que no se lo permite
y siempre que lo intenta
pierde la batalla,
ya que su recuerdo no lo admite
y se desvanece ante las pupilas,
de aquella pobre niña humilde
que un día quiso hacerse poeta
y jamás, por mucho que se empeñe,
conseguirá llegar a la meta.
Te debo el resurgir de Pigmalión
y la metamorfosis de Galatea.
Te debo la hojarasca
de mi propia penitencia
y el color multiracial de las alas de las mariposas
que se posan sobre mi conciencia.
Te debo el mejor retrato de Dorian
y el verdadero rostro de Shakespeare
grabado sobre un lienzo,
si es que alguna vez los expertos
logran ponerse de acuerdo,
de quien fue de veras ese genio.
Te debo una cerveza
en la tasca más infernal
del paraíso más perverso
aquel, donde solo acudimos
los que encontramos el secreto
que oculto yace en las entrañas
de nuestro esqueleto.
Te debo mis ruinas romanas
y el Panteón de las pasiones más humanas.
Te debo un pincel
con el que esgrimir tu color gris.
Te debo la calle
que llega directa a la luna,
aquella que adorna sus esquinas
con farolas de las que cuelgan
estrellas y sombras.
Te debo lo que soy y lo que tengo.
Te debo un instante, un momento...
Te debo, por tanto,
casi toda la vida que arrendé
y de la que me devolvieron
un contrato a fin de obras.
Te debo tanto,
que no se cuando podré devolverte
todo lo que me has dado,
habiendo quedado contigo
a solas tantos momentos.
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